Un viejo amante mío se fue alguna vez
a hacer un postgrado y estuvo un par de años fuera del país. Al
volver, la primera vez que nos acostamos deslizo su mejilla un poco
áspera, -se había afeitado en la mañana y hacía rato era de
noche- por mi torso, mis muslos y mi pecho. La aspereza de su
mejilla hacía que el simple acto de deslizar, muy despacio, su
piel por mi cuerpo fuera una experiencia potentemente sensual. Una
caricia nueva – nadie me había hecho eso antes- y una clara
indicación de que es posible conseguir resultados espectaculares con
poco.
Soy parte de una generación que ha visto extinguirse varios
tabúes sexuales y que -seguramente- vera desaparecer otros muchos.
Yo disfruto encantada una buena parte de esa libertad, pero la parte
romántica que vive en mi añora esa fantástica sensación que viene
de las caricias simples, de la exploración exhaustiva de los cuerpos,
de la serena certeza con que recorre un cuerpo mil veces conocido.
También me gusta el aspecto lúdico del sexo, el teatro de
seducir, y uno que otro juguete. Pero creo que cuando una
pareja deja de ver los jueguitos como una forma ocacional de diversión
para volverse la norma, agotó su principal potencial erótico, que es la
siemple posibilidad de exitarse, recrearse y extasiarse con la sola
posibilidad de las caricias recíprocas y el recorrer y disfrutar ese cuerpo que, no hay que perderlo nunca de vista, es solo una posibilidad real en el momento en que se disfruta. Los casados lo olvidan, pero nadie tiene realmente la certeza de que tendrá una nueva oportunidad de hacer el amor de nuevo con esa persona.
Soy una antigua y lo se, pero lo cierto es que me gusta pensar que la sola presencia de un hombre que me atrae es suficiente para levantarme la libido y el ánimo, quiero además pensar que al hombre que me quita la ropa, le pasa lo mismo.
Estoy de acuerdo.
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